Manifestamos aquello que nos empeñamos en ocultar. Tras un manto de apariencias desde las que pretendemos “vendernos” resaltando las mejores cualidades, vamos topando, más pronto que tarde, con realidades que nos avergüenzan y que solo están agazapadas en espera a la mejor oportunidad, las mejores condiciones que somos capaces de crear para facilitarles su protagonismo.
Desde las mejores intenciones; interponiendo los deseos y categorizando la esperanza, vivimos autoengañados convencidos de nuestra estrategia de humo como puesta en escena de esa gran obra que nos represente en todo nuestro anhelo de ser los mejores, los más puros. Superseres dotados de virtudes potenciales que no han encontrado, aún, las circunstancias propicias para deslumbrar con el radiante destello de su magnífica condición. Esto se llama vanidad.
Mientras tanto se nos escapan por las fisuras del inconsciente actos, y sobre todo pensamientos, capaces de empalidecer la peor de las aberraciones. La represión, la censura; los mecanismos de sublimación, como válvulas de sobrepresión, a través de los cuales intentamos sostener “la sensatez” que nos mantenga de este lado de lo “socialmente aceptable”; lo reconocido y tolerado como normal, con sus matices de imperfección y deformidades comprensibles, a sabiendas del monstruo que nos habita y al que aspiramos a mantener domeñado, porque de su obediencia depende el lugar que ocupamos en este concierto de buenas voluntades que llamamos sociedad.
La humildad, la sencillez y la solidaridad (compasión o caridad para otros); esa bondad y voluntarismo con los que completamos eso que llamamos conciencia, ponen de manifiesto la existencia del propio demonio que nos compone. Contradicciones que justificamos en la inacabada obra que somos, a pesar de considerarnos el último eslabón de la evolución.
Pero estamos en movimiento, es cierto. Caminamos hacia …, no sabemos dónde, reconociendo un impulso vital que tantas veces cae vencido por la depresión, el desánimo, o la tristeza. Del que, la mayoría de las veces podemos recuperarnos, y tantas otras nos sumen en una permanencia desvitalizada, como esta agonía en la que nos va introduciendo la pandemia, la del virus, aunque haya otras más invisibles y sordas que combatimos con consumo exagerado, con aturdimientos bochornosos; deshonrando la vida en adicciones absurdas, o malgastando el tiempo en carreras inconfesas hacia la conquista del poder en forma de dinero y prestigio.
Más de lo mismo para que nada cambie, aunque con la ingenuidad de pretender lo contrario.
Decíamos, en algunas otras reflexiones, que hemos elevado la voluntad a la única fuerza capaz de transformar realidades incómodas; la hemos categorizado por sobre la conciencia, y armado estrategias de coaching en la inocente presunción de constituirla varita mágica de cuanto deseo adopte esa condición imprescindible que nos rescate del tedio en el que transformamos nuestra existencia.
Aburridos, desmotivados, rutinarios, nos movemos escépticamente en el nihilismo que nos atrapa en el vacío de la subsistencia más primaria; como si los principios básicos de ella (comer, dormir, reproducirnos y gozar) fuesen la única razón por la que celebrar esta experiencia tan compleja y rica, aunque en sí mismo parezca un oxímoron.
Las crisis lo son en tanto nos enfrenten con el posible final de lo experimentado hasta ese momento; si son capaces de abocarnos a un nuevo comienzo. Por consiguiente no todas las enfermedades son crisis de muerte (si tomáramos a ésta como el final de la vida), por ello tal vez nunca terminamos de aprender, rever y reflexionar, a priorizar y colocar en importancia lo que verdaderamente lo es; como tampoco todos los acontecimientos concluyen en nuevos principios, entonces nos descubrimos repitiendo una y otra vez similares errores y “dándonos segundas oportunidades”.
Se me ocurre que sería como lo interpretan varias religiones dhármicas, que sostienen que el karma es esa energía reiterante que adopta todas las vidas necesarias hasta ser resuelta.
Buda quiere decir “el despierto”. Y es en el budismo donde se concibe el despertar de la conciencia como un acto de tomar contacto con la totalidad de la realidad, y no solo con la parte de ella que nos otorgan nuestros sentidos: ver, oír, contactar, olfatear, y degustar el amplio espectro de cuanto nos rodea, para obtener finalmente la comprensión adecuada del universo en el que estamos insertos.
Cuando en el silencio, la quietud, y la concentración de la meditación, dejamos de ver, de oír, de interpretar la realidad a través del pensamiento, y nos adentramos a través de la extensión de esos sentidos (y los que se suman a ellos cuando su tiranía les abre la puerta), experimentamos lo que los chamanes, los viajeros consumidores de alucinógenos, y cuanto curioso, confundido, y perdido rebelde haga por evadirse del “objetivismo real” al que lo somete el positivismo de la sociedad, somos capaces entonces de dimensionarnos en toda la completud de la que estamos formados; y reaprender de esta manera los límites auténticos que tenemos, y no aquellos impuestos, y manipulados, por la cultura dominante.
Las disfunciones y malestares que padecemos no son más que gritos del cuerpo, emociones errantes que buscan su salida a través de las bocas que los órganos y vísceras le proporcionan. Hemos perdido la comunicación que con ellos teníamos; dejamos de entender su lenguaje encriptado en síntomas y signos, y tenemos que acudir a la medicina para descifrarlos, eso sí otorgándole un poder y un conocimiento del que no dispone. No solo por sus propias limitaciones de método falible, sino también porque el ser humano no es una máquina fabricada en serie que pueda ser tratada de esa manera.
Recuperar el diálogo, reconocer la simbiosis cuerpo mente, y atender sus requerimientos, tiene, en la meditación un instrumento que deberíamos considerar para mejorar la calidad de vida de la que disfrutamos.
*Por Dr. Carlos Nieto
Oga Cultura y Transformación