Jorge Giangreco amasó por 50 años las pastas más ricas de Buenos Aires. Así unió a su familia, como a una comunidad que incluyó a Francisco y a su sucesor, Mario Poli.
La Veronese es una de las fábricas de pastas más exquisitas de Buenos Aires. Durante medio siglo, detrás de su mostrador trabajó hasta el último día de su vida Jorge Alberto Giangreco, un gigante hijo de italianos que superaba el metro noventa. Con una voz de tenor que brotaba a toda velocidad, sin malas pronunciaciones, era un fanático de los aforismos y de frases con trascendencia espiritual y social, que solía colocar en el local para los vecinos. Era una mole, siempre con la camisa abierta hasta el segundo o tercer botón y algo de harina tanto en el cabello como en la ropa.
“No quiero más clientes”, solía decirme Jorge. No era sólo un comerciante, era algo más. Jorge era un artesano de la pasta y un incansable predicador, que todos los domingos convocaba interminables filas de seguidores en La Veronese, la gran mayoría del barrio pero también ex vecinos de Villa Real, Villa Luro, Monte Castro y Floresta que llegaban desde lugares tan distintos como La Plata o Puerto Madero. Con algunos de sus clientes-amigos la relación era tal que ya no nos cobraba sus ravioles especiales o fideos rellenos.
A Jorge lo conocí por el año 2004. En ese entonces escribía en el mensuario barrial “La Bocina”, donde me permitieron publicar varias denuncias, entre ellas, una que solía recordar el dueño de La Veronese. Resulta que Jorge había sido testigo de la usurpación de un inmueble frente a su local, que según una denuncia habían organizado funcionarios de lo que antes se conocía como Centros de Gestión y Participación (CGP). Los personajes de esta red de usurpadores de casas sin herederos continuaron operando con el paso de jefes comunales y, según se denunció, tenían como respaldo a un legislador radical que en las próximas elecciones figuraría como candidato del ultraliberal Javier Milei.
Volviendo a Jorge, su recuerdo no sería completo si no rescatáramos a su familia, a su esposa María Elena y a sus siete hijos. Si no recordáramos su condición de hincha de San Lorenzo (el club de los curas en Argentina), su pasión por la pesca y su incansable prédica de la Doctrina Social de la Iglesia, que lo vio involucrado en las parroquias de su comunidad, sobre todo en el Perpetuo Socorro.
Nunca abandonó la fe. Allí encontraba la fuerza personal ante los problemas de la vida diaria, además de la inspiración para ponerse al servicio del bien común. Siempre hacía referencia al bien de la comunidad. Era hipercrítico de casi toda la dirigencia política, sindical, empresarial y hasta clerical. No dejaba títere con cabeza.
Su fe católica la heredaron sus hijos y sobre todo uno. “El día que Joaquín vino a decirnos que quería ser cura no fue una sorpresa. Ya nos había anticipado Mamerto”, recordó Jorge la última vez que lo vi en La Veronese, detrás del mostrador como siempre. Se refería al monje benedictino y escritor Mamerto Menapace, quien había levantado con sus brazos a Joaquín, a los cuatros años, y mirándolo a los ojos gritó: “Este va ser cura”. Ese día le pedí que cuando volviera a los Toldos me llevara a ver al famoso fraile.
Respecto a su hijo cura, no sólo lo conocía por los dichos de su padre sino también porque entrevistó al Papa Francisco desde los montes de Santiago del Estero. Joaquín Giangreco es párroco de Villa Trujuy, en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires. Por esas vueltas de la vida, a pocas cuadras de La Veronese resistió al desalojo de una madre soltera. Y, reeditando la historia de su padre, enfrentó a los lobos de los turbios negocios inmobiliarios de la Comuna 10.
“Los curas villeros no paran. A mí hijo lo tengo que reputear para que venga a ver a sus hermanos, a su mamá. Pero no paran. Ellos dan la vida por los pobres. Son el corazón de la iglesia”, solía decirme Alberto.
Amasando en familia amó. Así fue que los canelones de La Veronse fueron una demanda del propio Papa Francisco cuando Jorge y María Elena lo visitaron en Santa Marta, su residencia comunitaria en el Vaticano. Hacia 39 años que el matrimonio no viajaban solos.
Pero los vínculos eclesiásticos de las pastas de Giangreco no se limitan al Pontífice. También alcanzaron a la familia Poli, sobre todo a la hermana del cardenal y actual arzobispo porteño, que vive a pocas cuadras de la fábrica.
Hace un tiempo, La Veronese se convirtió en un templo. Las paredes a la calle tienen un mural con un Cristo crucificado y a la Virgen María. Y en el interior, delante de las latas de tomate y las cajas para los ravioles, lo primero que se ve al correr la puerta son dos fotos de Francisco, una saludando con un beso a María Elena y la otra del Pontífice sonriendo. Arriba la leyenda: “Jesús quiero celebrar tu nacimiento imitando tu vida”.
Medio clero porteño, entre el cardenal Poli, los obispos auxiliares Gustavo Carrara y Alejandro Giorgi, pasaron por la casa funeraria Tunes y, al otro día, asistieron la misa de despedida. Y el propio Papa escribió una carta expresando su cercanía el pasado 26 de octubre, el día siguiente del fallecimiento de Jorge Giangreco.
En su alma, el artesano de la pasta se llevó y nos deja su ejemplo de amor a Dios, el prójimo, la familia y el trabajo.
*Por Lucas Schaerer