Vacío y vacuidad

Decíamos, a propósito de Soledad y desamparo (de aparición anterior), es “en la acumulación, el poder, la ostentación, y todos los sentimientos acompañantes como la importancia de ser más que los otros”, cuando experimentamos una sensación dulce de plenitud; nos sentimos completos, es decir llenos, saciados en nuestra ambición y el logro de haber alcanzado gran parte de lo deseado en la vida. Sin embargo, más pronto que tarde, ese efecto desaparece y se instala en su lugar la vacuidad, emoción difícil de definir, pero que nos sumerge en un sinsentido donde todo pierde importancia, o por lo menos aquella por la que destinamos esfuerzos y dedicación considerables.

Hemos perdido en ese empeño como mínimo el tiempo, sino también muchas otras cosas que no revestían, comparativamente, el relieve de aquellas, por ejemplo, la familia, el crecimiento de los hijos; deseos acariciados durante tiempos económicos más complejos, etcétera. El impulso inmediato es a suplir esa carencia con el goce sustitutivo de otros objetos llamados a reemplazar las pérdidas; y así comienza la pulsión compulsiva que va incrementando como capas de cebolla, un presente de trivialidades sin límites. Porque las adicciones, tienen allí su base: llenar un barril sin fondo cuyo límite puede llegar a ser la propia salud, la propia vida, pasando por las pérdidas de todo lo acumulado.

Por otro lado, tenemos el vacío.

Solemos repetir insistentemente en meditación (práctica que realizamos frecuentemente en OGA), al inicio y final de ella la respiración consciente, como una introducción a la quietud, el silencio, y la concentración, que nos acompañarán durante el tiempo siguiente; que experimentar el vacío es tomar medida de cuánta capacidad poseemos para nutrirnos de lo esencial, de dejar fluir lo trivial y evitar quedar atrapados en pensamientos rumiantes que nos abocan a estados de insatisfacción, preocupación, y angustia, generadores, la mayoría de ellos, de múltiples trastornos físicos y de casi todos las perturbaciones psíquicas y sociales que sufrimos.

Cuando en ese ejercicio respiratorio consciente inspiramos profundamente por nariz, rotando la cabeza en el sentido de las agujas del reloj; incorporando a nuestros pulmones gradualmente todo el aire del que seamos capaces, nuestra mente acompaña el tiempo construyendo la imagen de la energía que contiene la fuerza de la tierra, la ductilidad del agua, la sensibilidad del aire, el calor y transformación del sol, la solidez y firmeza del metal, es decir esos cinco elementos que ponen de manifiesto la vida en el planeta; estamos siendo uno con ellos y adquiriendo sus cualidades.

La apnea (cese de toda actividad respiratoria) que le sigue es el tiempo de metabolismo, de asimilación, de aprovechamiento que se traduce en el combustible que hará funcionar nuestro cuerpo, cuál máquina maravillosa.

Expulsamos luego por la boca, entre los labios, suavemente, todo ese producto de desecho, pero que será alimento de la naturaleza a través de las plantas para terminar el ciclo vital; allí, precisamente en ese momento sobreviene el vacío. Un estado en el que, en el tiempo de una rotación en el sentido opuesto, nos permitirá experimentar la capacidad consciente de la que disponemos para completarnos adquiriendo lo esencial, aquello que hace a la naturaleza misma de la vida. Terminamos, igual que después de la inspiración en un tiempo como de contemplación al que habíamos llamado apnea, y preparatorio del nuevo comienzo del ciclo.

Me permití usar metafóricamente este ejemplo de nuestra práctica de meditación, para ilustrar el vacío; porque la vacuidad de la que hablamos al comienzo es como esa pérdida irreparable e insustituible a la que nos somete el tiempo de consumo; como llenar y llenar el carrito de la compra a sabiendas que tendremos que repetir la operación incesantemente, y no solo eso, sino que muchas de las cosas que consumimos no nos benefician, y hasta pueden llegar a enfermarnos.

Algo parecido ocurre en nuestra cotidiana existencia con los vínculos, con los afectos; con actividades que “llenan” nuestro tiempo y no nos dejan nada, o en todo caso esa desagradable sensación de que nos va pasando el tiempo y nos vamos empobreciendo.

El vacío que les propongo no es el de la soledad, el de la orfandad, o la pobreza. Tiene más que ver con la emancipación, la independencia de criterios y comportamientos propios y conscientes que construyan realidades ajustadas al anhelo personal, y no seres autómatas incapaces del pensamiento propio y sometidos a copiar y pegar de una existencia que no es más que permanencia en un mundo ajeno dominado por intereses mezquinos.

Nos llenamos no sólo de cosas que no nos sirven, compradas con dinero que no tenemos, para satisfacer deseos prefabricados por los vendedores de humo; también nos rodeamos de gente que nos baila el agua, que nos envenena con bombones de adulaciones y falsos mimos. Comparsas de ruidosos murguistas de corso y pandereta, pensados para encandilar con lentejuelas de sexo fácil, amistades de copetín al paso, y celebraciones de finales de fiesta fatuas “con lucecitas montadas para escena”, como nos canta Silvio Rodriguez en La maza.

Dr. Carlos Nieto

Oga Cultura y Transformación