Gritos y susurros en el existir, la enfermedad como reflexión*.

Con gritos queremos señalar la alarma, el pedido de auxilio y la necesidad de expresar el disconfort existente, con la finalidad, la mayor parte de las veces fallida, de reaccionar y procurar la resolución de la situación.

El grito verbal, auditivo y espectacular, anuncia el peligro en el que, creemos, encontrarnos inmersos; por la agresión y las presiones a la que nos sentimos (o estamos) sometidos y que puede, o no preceder al daño corporal que sucederá en lo inmediato. Las emociones y todo el recurso somático defensivo se apresta, luego, a la mejor respuesta posible: la retirada, la defensa, o el ataque.

Pero el cuerpo, carente de recurso de la palabra, sigue otra dinámica; imposibilitado de esa expresión contundente, apela a llamar la atención a partir del malestar, luego del signo, y después del síntoma, instalándose finalmente la disfunción del órgano, o el sistema; y es lo que llamamos enfermedad, y que vendría  ser la derrota, transitoria o definitiva, de su mecanismo de defensa autógeno.

El grito del alma (psiquis de los griegos), o de la mente (entidad que sintetiza una extraña conjunción de imaginación, reflexión, intuición, consciencia, y voluntad, capaz de expresarse y actuar de forma indefinible) se expresa de una manera más hermética, sutil, aunque no menos grave y casi siempre acompañando de las quejas o lamentos que lo refuerzan, o son convocados como complementos de su lenguaje.

Los susurros, en cambio, son como esas caricias amadas que cuidan a la vez que constatan la existencia de un disconfort existente. Pero también pueden convertirse en gritos, síntomas, o invocar las medidas adecuadas para recuperar la armonía.

Estos mimos autoreferidos, o recibidos, se instalan como una medida de protección elemental y básica para aliviar un padecimiento que altera el bienestar deseado. En soledad los dolores se incrementan porque se viven como el preámbulo de ese otro desamparo que nos enfrenta, solo desde nuestras únicas fuerzas, al peor obstáculo para la existencia: la muerte.

Es entonces cuando la palabra, las manos, el conocimiento, la solidaridad, la ayuda, y todas las extensiones del buen hacer, entran en juego para acompañar y compartir el camino que nos propone ese momento de aflicción que estamos transitando.

Desde la amistad y la compañía, hasta el conocimiento y sabiduría más ancestral; desde la acupuntura y las hierbas, hasta los medicamentos, homeo o alopáticos, y demás instrumentos de reparación, guiados todos ellos por el sentimiento amoroso y la buena voluntad compasiva (vivir con el otro sufriente su emoción perturbadora), deberían convertirse en armas idóneas para recuperar la homeostasis, el equilibrio que es la salud.

Entre todos ellos, la meditación nos ofrece el silencio y la quietud necesarias para tomar las adecuadas distancias de los focos de perturbación, origen la más de las veces, de los desórdenes que nos aquejan.

Porque, con ese silencio elegido, reseteamos el programa de vida que nos empuja al descontrol.

Con la quietud, detenemos la vorágine de salidas impensadas, apresuradas y muchas veces dañinas a las que apelamos para dar respuestas desmedidas a problemas simples que no somos capaces de dimensionar y cuyas soluciones, con estar a nuestro alcance, somos incapaces de visualizar.

Dejaremos que el silencio y la quietud nos acaricien y acompañen; que se conviertan en el susurro necesario ante el ruido atronador de un presente agobiante, del que somos sus principales artífices. Y de ser posible, más allá del tiempo de meditación aprender a detener cualquier pensamiento disruptivo, por ansioso e inquietante que sea, y nos aboque a la pérdida del control sobre los acontecimientos.

Estamos en condiciones de ser directores de nuestra vida, y no meros actores secundarios de ella, siguiendo libretos ajenos, actuando obras y siendo personajes extraños a nuestros propios deseos. Trabajar para procurarnos las herramientas, y todo el que necesitemos hasta transformar una realidad a la que nos hemos adaptado pero que no nos sentimos parte de ella;  ese ruido y velocidad que están destruyendo al planeta, y a nosotros como parte de él.

 

*Dr. Carlos Nieto

Oga Cultura y Transformación